Se giró al escuchar el grito apurado y desconsolado de su madre, pero el ángulo entre el borde del estanque y lo que ocurría afuera de él se volvía un obstáculo para la vista conforme se hundía.
Escuchó a sus primos y tíos corriendo por la grama, y un par de chapuzones ahogados por el colchón de agua que se iba formando entre sus tímpanos y el exterior.
La luz que se filtraba entre los peces y los nenúfares del estanque se oscurecía poco a poco con cada metro que se hundía, y un metro tras otro se hundía a causa de sus brazadas mal coordinadas.
Dylan no sabía nadar, tampoco sabía respirar bajo el agua, pero mucho menos sabía que fuera del estanque los gritos de su desesperada familia seguiría consumiendo en angustia a su tío José y a un celador que desesperados se sumergían en el agua para tratar de sacarle de su ahogo.
No recordaría nada más desde que lo tomaron por los brazos hasta que recuperara la conciencia 15 minutos después, secándose al sol en la grama del cementerio, a la orilla del estanque, con su traje lleno de algas, escurriendo agua por los bolsillos y con un montón de oídos ansiosos esperando por la llegada de la ambulancia que al parecer no tardaría más de 3 minutos pero que terminó por nunca llegar.
Seis días antes el hermano de Dylan había muerto.
—Santiago de Chile —, le decía pasado de tragos a su hermano. Se llamaba Santiago aunque no era de Chile —. Santiago de Chile —, le decía bromeando otra vez —. Ese hijo tuyo que tú tuviste, seguro que fue un buen hijo.
Santiago lloraba con cada palabra que salía de la boca de Dylan, en especial cuando hablaba de su hijo. No era un borracho empedernido, simplemente un hombre al que le gustaba ahogar sus penas en alcohol acompañado de su hermano, quien no se limitaba a una sola botella de whisky y que aunque tampoco era un borracho empedernido si que era uno de los que no tenía filtro al hablar.
Caminaban por el rompeolas en la playa. Veinte toneladas de rocas apiladas artificialmente desde la orilla perforaban el océano, ofreciendo una hermosa perspectiva para ver el sol ocultarse tras los barcos en el horizonte desde su cima más alta, a un lado un balneario agradable, y al otro la reencarnación de la muerte en un desfiladero de puntiagudas rocas que el agua parecía afilar a golpe de traicioneras olas.
—No le digas a Amparo ni a nadie, que me volví solo al cielo —, fue lo último que Dylan le oyó decir, antes de que cerrara los ojos y se dejara caer de espaldas.
Que suerte tuvo de que su cuerpo saliera a flote a la mañana, marinado en sal y algas, frío y pálido como la arena que el sol aún no calentaba y con el olor a alcohol ya enjuagado de su piel.
Luego de haber pasado toda la noche esperando el retorno de su trastocado hermano, Dylan había drenado el exceso de alcohol en su sangre, aunque no lo suficiente como para que la policía no lo declarara un borracho y se tomase en serio la historia de que en un beodo episodio de ira los puños ganaron al diálogo y tras perder el equilibrio, con sus sentidos sesgados por el alcohol, cayeron al agua donde tuvo la ventaja y ahogó a su hermano.
Sin embargo Amparo sí lo creyó. A Dylan le conocía muy poco como para saber de algún posible cambio de personalidad al beber y de su inaptitud para nadar, pero después de veinte años de matrimonio con Santiago no se le hacía difícil imaginarle golpeando a Dylan, ¿y en ese caso, porque no habría Dylan de devolverle el golpe?
Al final todo se resumía en que debió haber insistido en que no se fueran solos a la playa el día anterior, al igual que debió haber insistido en que se cancelara el viaje por carretera que se llevó a su hijo Manuel apenas tres meses atrás.
Dar por cierta la confesión fue muy fácil para ella, lo que no lo fue tanto aceptar que el informe de la policía hablara de incongruencias entre el reporte del forense y el del testigo alcoholizado, y mucho menos, la conversación que tuvo con dicho testigo alcoholizado en el cementerio donde aquel día enterraban a Santiago.
—¿Te caíste al agua? ¿Santiago trató de salvarte? —, preguntó a Dylan mientras este escupía el contenido de sus pulmones. Lo acababan de sacar del agua, luego de que tropezara con una roca y callera al estanque, más profundo de lo que aparentaba.
Santiago trató de incorporarse, sin prestar atención a Amparo.
—¡Te acabas de hundir como una piedra Dylan! ¿Cómo pudiste matarle sin saber nadar? —, gritó.
Pero al final, la respuesta no daría consuelo.
—Yo no lo maté, Amparito —, dijo medio ahogado en agua, medio ahogado en llanto. —No soportó perder a Manuel y me dijo que no te lo dijera. Él se suicidó.
Al final, no había diferencia. Sencillamente, Manuel no estaría solo.
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