Las luces de los autos pasaban tan fugaces como todas las anteriores veces que su mente pretendió traerlo hasta allí. Lucía muy fácil, y tan difícil a la vez. Un par de farolas se apagarian esa noche. Debía elegir bien el momento. Esa noche tendría un desenlace fatal. Fuera cual fuere, solo uno sería el correcto. Los últimos metros requerían esfuerzo. 5 de una subida empinada, y 3 de una lucha mental donde se convencía de que no merecía esa muerte. Merecía más. Merecía dolor. Pero al fin y al cabo ya estaba allí, y le había tomado años recolectar las agallas. Veía aproximarse el auto. Una gandola sin luces venía a su derecha. Si se acobardaba a última hora, tirarse al pavimento seria su salvación. Del otro lado tenía una dolorosa caída de 5 metros: el risco por el que acababa de treparse a la autopista. Si bien no le mataría, le enseñaría a comprometerse con su despedida. Pero por el momento le bastaba. No veía bien el auto pero podía jurar que era un taxi, modelo Cielo.
Se giró al escuchar el grito apurado y desconsolado de su madre, pero el ángulo entre el borde del estanque y lo que ocurría afuera de él se volvía un obstáculo para la vista conforme se hundía. Escuchó a sus primos y tíos corriendo por la grama, y un par de chapuzones ahogados por el colchón de agua que se iba formando entre sus tímpanos y el exterior. La luz que se filtraba entre los peces y los nenúfares del estanque se oscurecía poco a poco con cada metro que se hundía, y un metro tras otro se hundía a causa de sus brazadas mal coordinadas. Dylan no sabía nadar, tampoco sabía respirar bajo el agua, pero mucho menos sabía que fuera del estanque los gritos de su desesperada familia seguiría consumiendo en angustia a su tío José y a un celador que desesperados se sumergían en el agua para tratar de sacarle de su ahogo. No recordaría nada más desde que lo tomaron por los brazos hasta que recuperara la conciencia 15 minutos después, secándose al sol en la grama del cementerio, a la